Llevamos 140 días de aislamiento preventivo obligatorio alternado con una apertura parcial de la economía, un modelo que bautizaron bajo el nombre de acordeón. Algunos sectores pudieron reabrir sus puertas, pero otros siguen con ellas cerradas y la economía entra a una alerta roja silenciosa, pero que está haciendo estragos dentro de los hogares.
Los habitantes de calle no tienen cómo pasar una cuarentena y deambulan por la ciudad rescatando cualquier sobra que por estos días escasea aún más. Los vendedores ambulantes e informales tratan de sobrevivir en la calle a pesar de las restricciones, prohibiciones y multas policiales. Los recicladores se exponen a diario para recoger lo que otros desechan porque, aunque en sus ventanas ya no cuelga una bandera roja, sus familias permanecen a la espera de algo para sobrellevar el encierro.
Los sectores culturales, los gimnasios y los propietarios de bares quedaron a la deriva bajo una estela que también los hace invisibles y que los lleva poco a poco a la quiebra porque para ellos los créditos bancarios no son una salida viable.
Los niños y abuelos permanecen encerrados a pesar de su “rebelión de las canas” y de los pocos minutos que tienen para salir a jugar. El miedo los invade y mucho pasan los días en balcones o en los parqueaderos, si es que tienen la fortuna de vivir en una unidad residencial. Qué duro es no verlos jugar en el parque o ir a la escuela para ver sus compañeros de clase.
Todo esto pasa mientras que el personal médico, también en silencio y en ocasiones sin salario, sigue en la primera línea de batalla conteniendo un virus que se expande sin control en una ciudad que se dijo tenía, paradójicamente, todo controlado gracias a la tecnología y a los datos.
Esas mismas herramientas que se hacen insuficientes ante una enorme brecha social y ante la falta de programas y apoyos para los más vulnerables, quienes insisten en “que prefieren morir del virus que de hambre”.