Una vejez arropada por la soledad


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / enero 24, 2016

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Aunque en Medellín existen programas de protección a los adultos mayores, hay lugares como La Colonia de Belencito que llaman a reflexionar sobre la soledad de la vejez.

Pasillos amplios y brillantes de una casona de muros blancos y columnas en madera pintada de verde claro. Esa es la primera imagen que encuentran los visitantes después de pasar el portón. Por esos pasillos se sienten andares lentos y en ocasiones sin ritmo, temblorosos o apoyados en bastones. Andares sin rumbo, andares cansados.

También se ven adormilados algunos de los habitantes de este lugar con sus grabadoras destartaladas pegadas al oído, de las que salen melodías de tangos y boleros que parecieran evocar un momento casi difuso del pasado. Unos tiene la mirada perdida, algunos más curiosa, unos tantos triste y otros tan solo observan lo que pasa a su alrededor.

Todos ellos están en el Centro de Protección al Adulto Mayor – Colonia de Belencito, un lugar de espacios amplios, zonas verdes bien conservadas y donde ventea todo el día, revolviendo las memorias de los 250 adultos mayores que habitan allí.

Uno de ellos es Orlando Muñoz. Un hombre de 68 años, de bigote gris y frondoso, de ojos tristes y de conversación amable. En su juventud fue trabajador y artesano. Vivió en el municipio del Carmen de Viboral, donde aprendió el arte de la loza, pero llegó la sombra de la guerra y la violencia que lo devolvió a Medellín y ya no fue el mismo. “Me dediqué a vivir en la calle. Aún no se por qué. Deambulaba por el centro de Medellín. Me maltraté. Fueron muchos años perdidos”, afirma Orlando.

Y cuenta, después de un suspiro hondo, de esos que alivian el alma, que la vida le dio un empujón. “Yo pedí ayuda porque me enfermo, casi muerto del uso y el abuso que hice de mi cuerpo y en el Hospital de Castilla me atendieron tan bien, que me trajeron hasta aquí”.

El 18 de diciembre de 2013 llegó en una ambulancia a La Colonia de Belencito y desde entonces, su vida es otra. Cada mañana le da gracias a Dios por la nueva oportunidad que le dio y en un cuaderno dibuja y escribe, en buena caligrafía, lo que se le viene a la cabeza en algún momento del día. Y es que este lugar se ha vuelto el hogar de personas que como él, por cualquier motivo, terminan en la calle, enfermas, solas o abandonadas.

La historia de La Colonia se remonta a 1940 cuando una persona donó parte del terreno y el Municipio de Medellín decidió ubicar allí la llamada casa de los mendigos, que funcionaba cerca de La Ladera, donde recibían niños y ancianos desvalidos con enfermedades físicas y mentales, que las Hermanas Dominicas de la Presentación atendían. En algún momento llegaron a albergar hasta 400 personas a las que ofrecían comida, aseo y alivio para el cuerpo.

Cada uno de los que habita ese lugar tiene una historia. Buena parte de ellos no la recuerda o no quiere hacerlo. Siguen una rutina que comienza temprano. Tienen sus elementos de aseo, su ropa y sus raciones de comida. Unos juegan, otros cantan, conversan, tejen, algunos más caminan por los pasillos como buscando algo, una salida, un espacio para darle sosiego a la mente o descanso al cuerpo.

Una estampita de un santo, un radio, un libro, una muñeca, un juguete. Algo que les da un sentimiento de arraigo a su historia o de consuelo a su dolor, sirve para aferrarse a la vida. Hacen amigos, por supuesto. “Se tejen lazos y es muy complejo cuando uno de ellos fallece. La sensación de incertidumbre y de temor a la muerte se impregna en el ambiente”, confiesa la hermana Ana Cecilia Galeano, trabajadora social de La Colonia.

Proyecciones a 2015 del Dane indican que en Medellín hay una población de 700 mil adultos mayores de 50 años y 400 mil mayores de 60 años aproximadamente.

Solos

Carlos Londoño llegó al Hospital San Vicente Fundación porque la tos no lo dejaba dormir y la hinchazón de las piernas le impedía caminar. Sus ojos azules se pierden entre sus cejas pobladas. Es oriundo de Frontino y de muchacho solía negociar con legumbres en algunos pueblos antioqueños.

Se casó en Jericó y con su esposa se asentó en Medellín. No pudieron tener hijos y hace 15 años ella lo dejó solo después de morir a causa de un derrame cerebral. La soledad lo abrumó y se  fue a la calle. “Empecé a tomar. A andar por todas partes, a conseguir viejas y a bailar”. Parece que a Carlos le doliera decir eso porque hace una pausa, dispersa el nudo de su garganta con saliva y continúa. “Me gusta la platica y me puse a vender revueltico en la calle, nada más pa’ divertime y pagar una piecita en el centro”.

Y se le fue yendo la vida. Dice que dejó el licor, pero no la razón de ello. Solo argumenta que “es muy malo”. Ahora, enfermo y con dificultad para caminar, su próximo hogar es uno de paso, para personas mayores que no tienen familia, porque en sus condiciones de salud no puede regresar a la calle.

Su anhelo es seguir trabajando para tener monedas en el bolsillo. “Yo sí me siento solo porque tengo dos hermanitas. Una vive en Frontino y la otra en Venezuela, pero no sé nada de ella. No me buscan ni me llaman, ni saben dónde estoy. Soy solo”, expresa Carlos.

 “El abandono de los viejos es un asunto complejo de tratar porque en muchos casos hay antecedentes de problemas familiares, económicos o simplemente porque nadie se quiere hacer cargo de ellos. Pero hay un abandono mucho peor y es que los hijos o nietos hacen en sus propias casas, porque los empiezan a tratar como un mueble viejo”, aseguró Héctor Fabián Betancur, el entonces secretario de Inclusión Social y Familia de la Alcaldía de Medellín, responsable de la administración de este centro.

Mientras tanto en las calles, en hospitales y centros geriátricos viven cientos de adultos mayores adoloridos por el abandono, o felices porque al fin hallaron compañía en el ocaso de sus vidas. Mientras tanto, en La Colonia de Belencito, 250 adultos mayores ver pasar los días compartiendo entre sí, sus memorias, desvaríos y hasta sus sueños en los amplios espacios de este lugar que no solo hace parte de la historia de Medellín, sino también de todas esas personas que buscan un abrazo, un saludo, un poco de atención y cariño. Porque a todos ellos los une la soledad.

Allí las jornadas se pasan rápido entre la rutina. Cuando termina el día, el verde de las vigas de esa casona, pierde su gracia. Aparecen las sombras, se agudiza el silencio, se apagan las luces y solo se escuchan los grillos y una que otra grabadora o televisor que mengua las noches de estos abuelos abandonados.

Juliana Zuluaga

Fotos: Cristian Marín

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