Sentado en el mirador de su antigua casona, don Manuel Dávila es testigo del desarrollo de su barrio, tal y como desde hace 86 años y algunos cuantos meses. Su familia fue la primera que llegó al sector y ha sido protagonista del crecimiento poblacional, del crujir de las balas en la época más violenta y del resurgir de la que considera la fiel muestra del que el cielo sí existe. Don Manuel es el habitante más antiguo de El Pedregal.
Para llegar hasta esta vereda de Itagüí hay tres opciones si no se cuenta con vehículo propio. La primera es caminar desde el parque principal del municipio, hacia el occidente, atravesar los barrios la Unión, Calatrava, El Porvenir y El Progreso; recorrido que podría tardar hasta una hora, de acuerdo a lo largo y ágil del paso.
También existe la opción del caballo, pero aquella es exclusiva para algunos de sus habitantes quienes aún cuentan con un equino, que por lo general permanece pastando en los alrededores de la vía principal o guardado en las caballerizas ubicadas al finalizar la calle, en la parte alta.
Pero para usar la más tradicional hay que tomar un ‘chiverito’, como conocen a los Mazda 9 que hace las veces de colectivo y que tienen su centro de acopio frente a lo que eran los cinemas de Itagüí, diagonal a la carnicería La Gran Esquina. Se tiene que pagar 1.200 pesos y compartir el viaje junto a otras tres personas por al menos doce minutos por la única y empinada vía vehicular que tiene El Pedregal.
Sus primeros habitantes llegaron finalizando el siglo XIX, entre los que estaba don Pedro María Dávila, abuelo de don Manuel y quien posteriormente se convertiría en el propietario de la finca La Mariela. Sus vecinos fueron los Pavón, los Restrepo y los Estradas, o cualquier combinación entre ellos.
En 1915 el señor Dávila donó parte su terreno para la construcción de una pequeña casa de palo y paja y que funcionaría como escuela, tras petición de una profesora que llegó a vivir a El Pedregal y se quejó por la falta de educación para ya la veintena de niños que habitaban en la zona. Aquella estrecha aula posteriormente se convertiría en la escuela María Josefa Escobar, quizá una de las más antiguas del sur del valle de Aburrá.
Pero la enseñanza no era lo único que escaseaba en el sector. El agua era tomada de dos de las pequeñas corrientes que por allí bajaban y que eran desviadas por un sistema improvisado de canoas, el cual era derribado por cada aguacero. Dos familias, incluyendo los Dávila, negociaron un nacimiento en la punta de la montaña y llevaron el agua hasta sus casas, mientras que los demás se pegaban de dicha tubería.
Hacia la década de 1930, parte de la montaña conquistada se había convertido en cultivos de café, plátano y maíz, productos que eran llevados a lomo de mula por un camino de tierra hasta Envigado, sector que en aquella época estaba más poblado, aunque una pequeña parte quedaba para abastecer a los escasos itagüiseños.
Don Manuel recuerda, no con mucha emoción, que su madre lo despertaba cuando asomaba el primer rayo de sol para reunir hierba para las vacas y caballos, y tras dos horas de trabajo, estar muy puntuales a las 7 de la mañana en la ‘María Josefa’. “Mi mamá nos levantaba de un grito a las 5 de la mañana que porque ya nos había cogido la tarde, y como es de bueno dormir cuando se es niño”, confiesa entre risas un tanto cargadas de rabia.
A mediados de siglo era ya tanta la población que don Manuel, en medio de unos aguardientes con sus vecinos, decidió conformar la acción comunal, dividiendo la zona en dos: la parte alta, El Pedregal; y la baja tomaría el nombre de El Progreso. Para 1960 el camino de trocha tendría rieles, facilitando la llegada de vehículos y la evacuación de enfermos.
“Aquí era muy duro vivir si uno se enfermaba. Si era necesario sacarlo en camilla, debía ser con la ayuda de vecinos en una cama de varas de guadua y tela, y tratar de no resbalar en la montaña. Afortunadamente nadie se nos murió en el camino, o no que yo me acuerde”, relata don Manuel.
Con la construcción del nuevo camino, los taxis comenzaron a llegar y con ello los carros cargados de material y cemento para la construcción de nuevas viviendas en los lotes que fueron surgiendo de la parcelación de las grandes fincas, lotes que podían alcanzar hasta los 400 pesos.
A El Pedregal llegaron centenares de hombres, la mayoría obreros de las fábricas que se fueron asentando en Itagüí, Envigado y Sabaneta, provocando la masiva edificación de casas y el fin de la actividad agropecuaria. Ya nadie quería trabajar la tierra porque no daba tanta plata.
En la última década del siglo, ya con la mayoría de servicios básicos asegurados, los habitantes de esta barrio copado de casas color naranja ladrillo, parecían habitar un buen vividero, pero la violencia no tardo en llegar. “Fue tan cruel la guerra que aquí se vivió que hasta los duendes y las brujas se fueron del barrio”, advierte don Manuel, mientras el tercer café de la mañana.
“Tuvimos muchos problemas, incluso entre vecinos de otros barrios. Me mataron a mi mejor amigo, me llegaron a poner dinamita en la casa para asustarme y obligarme a ir, pero yo me les paré de frente y les dije: ¿Ustedes creen que yo tan viejo de vivir por acá me voy a dejar sacar por unos muchachitos? ¡Están equivocados!…
“Una vez me avisaron que iban a venir por mí, entonces no le dije nada a mi familia y me escondí en la noche debajo del palo de mangos que hay al frente de la entrada principal con una escopeta, a esperar si venían y recibirlos como se merecían, pero nunca llegaron y me quedé dormido”, narra el abuelo.
Tuvieron que pasar 15 años de dolor y muerte, para que la tranquilidad retornara a El Pedregal, tal es así que la gente volvió a ocupar las casas abandonadas y los terrenos que no valían nada, recobraron y aumentaron su costo.
Al caminar por sus calles, algunas de cemento, otras de tierra y unas cuantas en forma de escalas, se aprecian algunas viejas casas campesinas de un solo nivel, grandes corredores y una vista envidiable, desde donde se puede apreciar todo el valle de Aburrá, pero también el impacto de la minería que se carcome un pedazo de El Manzanillo por cuenta de las retroexcavadora al servicio de las ladrilleras.
Por allí caminan los niños estudiantes de la ‘María Josefa’ rumbo a su antigua y actual sede, donde en cinco aulas y otras cinco satélites, estudian por lo menos 700 pequeños, quienes esperan ansiosos la inauguración del megacolegio que construye allí la Alcaldía de Itagüí.
“Esto por acá es muy bueno, muy tranquilo y con el colegio que están construyendo todo se está valorizando porque todo se está poniendo más bonito”, señaló Óscar Vargas, quien llegó a Itagüí en busca de mejores opciones laborales hace cerca de ocho años.
Pero la magia de El Pedregal no termina allí. Al finalizar el camino, rumbo al pico Manzanillo, aquel que conquistó recientemente el Ejército con su base militar, el caminante es guiado por esculturas incrustadas en la ladera de la montaña hasta un teatro llamado La Montaña que Piensa.
En este escenario decenas de niños y jóvenes encontraron un espacio para el arte, los malabares, la cultura y la vida. Incluso, en medio de la guerra, se convirtió en una válvula de escape y aferrarse al teatro para huirle a la muerte.
Johan patea su balón loma arriba y mientras sus pequeñas piernas avanza dos pasos, la pelota desciende con mayor velocidad que con la que sube, por lo que a sus amigos de clase les toca estar pendientes para evitar que ésta ruede colina abajo. Y allí, asomado en el balcón de su casa, don Manuel Dávila divisa el transcurrir del día en El Pedregal, tal vez para continuar guardando historias de su vereda y así contarlas hasta que la memoria le comience a fallar.
Alejandro Calle Cardona