Peluco, el barbero más viejo de Itagüí


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / noviembre 27, 2017

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Una pequeña pieza de escasos seis metros cuadrados cerca del parque Brasil se convirtió en una de las primeras barberías de Itagüí: la Barbería Agudelo. La mitad de la entrada está tapada por una vitrina donde los clientes más fieles sacan cigarrillos o dulces y echan las monedas con confianza. Está ubicada en medio de depósitos y ferreterías, por lo que pasa desapercibida para la mayoría de quienes por allí cruzan.

Ingresar es como entrar a un pequeño mundo de grandes y eternos recuerdos, una serie de fotografías y placas de los primeros clientes adornan las estrechas paredes que se convirtieron en una galería del pasado. En un rincón permanece una vieja, grande y destartalada grabadora, pero que suena mejor que los nuevos dispositivos. El tango y los boleros acompañan desde las ocho de la mañana a quien allí habita la mayor parte de sus días desde hace cuarenta años

Don Luis Alfonso Agudelo o “don peluco”, como lo llaman, tiene 80 años pero de manera sorprendente no le tiemblan las manos todavía para coger sus tijeras o la máquina para motilar a sus clientes, quienes se han convertido en grandes amigos y compañeros de largas tertulias sobre música, política, mujeres y los recuerdos de una ciudad que antes era un puñado de fincas, mangas y calles polvorientas.

Al oficio de la peluquería llegó por cuenta de su abuelo José de los Santos Agudelo a quien veía motilar a todos sus nietos en su finca en Anserma, Caldas. “Mi papá nos decía a todos: vayan a donde el papito para que los motile y todos arrancábamos para allá, pero quedábamos como medio trasquilados. Hasta que le dije a mi mamá que me prestara las tijeras con las que cocía para motilar a mis hermanitos”, relata con una memoria casi intacta, sentado en su silla de barbero que está marcada con su apellido.

Desde ese momento -la fecha sí no la tiene fresca- encontró su lugar en el mundo. Siguió motilando incluso a todos los niños de la escuela para perfeccionar su estilo y se atrevió a motilar a todos los campesinos que permanecían en las cantinas del parque principal tomando aguardiente. Les cobraba 20 centavos y pensó que tocaba el cielo con las manos, hasta que llegó la violencia.

Eran los tiempos en los que comenzaba la guerra entre los chusmeros y los pájaros, disputa política, armada y social que se tomaba las zonas rurales de Colombia. Una mañana la casa de la familia de Luis Alfonso amaneció con un boleto pegado en la puerta en el que les daba como plazo ocho días para abandonar y salir de la vereda. Decidieron entonces vivir en la parte céntrica del pueblo para evitar caer en el fuego de cualquiera de los dos bandos.

La música sigue sonando y con ella los recuerdos afloran más. Los ojos de don Peluco casi no parpadean y las manos tratan de ilustrar lo duro que fueron aquellos días. Dice que su padre les dijo a él y a sus hermanos –tampoco tiene claro cuántos era, si siete u ocho- que decidieran qué estudiar y él sin dudarlo eligió la peluquería. Su padre le consiguió un lugar por ocho pesos para que comenzara a motilar: un espejo, una repisa, una banca de madera, unas tijeras y una barbera.

Pero no siempre había clientes, por lo que se dedicó a administrar una cantina de un amigo. Luego su padre le entregó una cafetería que había comprado pero que ya no quería administrar por pereza a los borrachos sin imaginar que su hijo se convertiría en uno de ellos. “Uno de muchacho es muy sinvergüenza, me iba y dejaba la cafetería con el trabajador cuatro y cinco días y yo me iba a gastar la plata con los amigos y mujeres, hasta que mi papá se dio cuenta y me la quitó y me mandó para la finca a coger maíz y café”, dice.

Lo que producía lo vendía en la plaza de mercado y allí se reencontró con la peluquería. Se atrevió a motilar a un niño y su suegro, porque ya se había casado, le dijo que volviera a ser barbero para que ganara más plata. Le hizo caso y montó su peluquería pero volvió a salir del pueblo por la misma violencia, terminó en Popayán y al año en Itagüí donde lo esperaba uno de sus hermanos.

Allí, luego de varios intentos de montar su propia barbería, terminó vendiendo su grabadora para comprar carne y maíz para hacer empanadas, salirlas a vender y así ajustar la plata del arriendo y mercado; eran cuatro hijos que comenzaban a estudiar. Cuando terminaba de venderlas, se iba a para una pieza que le arrendaron por cien pesos y en la que puso su silla barbera.

Le copió a su tío taxista una estrategia de mercadeo y los clientes aumentaron, llegaron desde viejos hasta jóvenes con sus estilos modernos y “Peluco” le hacía a todo. Eran tiempos de pocos barberos y la plata se veía más, alcanzaba para el arrendo, la comida, el licor y los excesos. “Si yo hubiera ahorrado, ahora tendría pensión, pero era muy amplio, prestaba y regalaba plata, pero también bebía mucho, incluso motilaba borracho”, confiesa entre risas.

En ese momento entra “el pollo”, uno de sus mejores amigos y quien lo acompaña casi todas las tardes, lo hace sentar en su silla JC, la misma que le costó 2.200 pesos hace más de cuarenta años, le pone la capa, le humedece el cabello y comienza a motilar. El pelo comienza a caer y “Peluco” sigue hablando y para chicanear, saca de un cajón su primera máquina de motilar, es manual y con ella baja las patillas.

Aunque el número de barberías y barberos profesionales aumentan en la ciudad, dice que no para de trabajar, que hay días que no descansa pero que ahora le rinde más la plata porque ya el aguardiente no es su mejor compañero. “Hace más de tres años dejé de beber, ya no me da la vida”. Lo han operado ocho veces pero parece un roble, gracias, dice, a su Dios al que le reza fielmente dos veces al día junto con su esposa a la que confiesa un amor profundo.

La vieja grabadora sigue sonando. La estrecha pieza es un gran salón de historias, de recuerdos y de amigos adornado por una repisa llena de tijeras, peinillas, barberas y cuchillas, mientras que en el piso reposan los restos de cabellos blancos y grises.

La Barbería Agudelo es un rincón de Itagüí donde los más viejos llegan para recobrar un poco de juventud y en el que aflora su vanidad. El “pollo” se baja de la silla y “Peluco” retoma su trono a la espera de más clientes, a los que les cobra siete mil pesos. Lleva 59 años motilando y asegura que lo seguirá siendo hasta que la vida se lo permita o sus manos le comiencen a temblar.

POR ALEJANDRO CALLE CARDONA


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