Parecía un juego de niños. De hecho, en ese instante, lo era. Santiago*, junto a sus siete amigos, halaban el lazo para traer desde el otro lado de la quebrada Doña María, en límites de Itagüí y San Antonio de Prado, una cabina de madera para intentar pasar y seguir su caminata hacia el pico El Manzanillo.
“¡Don Hernán!”, gritaron los niños a la espera de quien habita una casa vieja de tablas a punto de colapsar por cuenta de los años y el invierno, aparezca para liberar el improvisado sistema de transporte, carga y turismo.
Luego de tres largos minutos de espera apareció Hernán Patiño, un desplazado desde hace cinco años de Caucasia, luego de que un grupo armado ilegal, el cual dice no reconoció del susto, lo obligó a salir de su casa y dejar sus pertenencias y animales.
Junto a él, iba su nieto, Andrés Feria Patiño, de 6 años de edad. Él, un poco serio, miraba atento como Santiago coordinaba el viaje de sus demás compañeros. El mismo viaje que él realiza cada mañana y medio día para ir y regresar de su colegio, la Institución Educativa Ángela Restrepo Moreno, en la vereda Pradera de San Antonio de Prado.
Según don Hernán el paso por allí era a través de un puente colgante, el cual la corriente se lo llevaba cada vez que la Doña María aumentaba su caudal por cuenta de los fuertes aguaceros. Esto, los obligaba a bajar por el barranco y pasar las aguas de piedra en piedra, muchas veces sin éxito.
Una polea, un cable y unas tablas de madera se convirtieron luego en el único e ingenioso medio de transporte para los diez habitantes de esta aislada vereda de Itagüí. Aunque las líneas J y K del metro sirvieron de inspiración, Hernán no tuvo asesoría de la ingeniera francesa, tan solo lo impulsó la necesidad de tener como pasar a su familia y su alimento, así como el de los caballos, cerdos y perros.
“Este es el metrocable”, responde sin titubear Santiago cuando se le pregunta cómo se llama este sistema. Luego de indicarle a dos de sus compañeras como montarse, los impulsa para llegar a su destino. “¡No miren pa’ abajo!”, les advierte.
De dos en dos fueron pasando los pequeños, algunos con temor ante la inminente posibilidad de que alguna tabla ceda o que el cable, ese que ya se han intentado robar, se reviente producto del desgaste. “Eso aguanta mucho peso, por lo menos 80 kilos”, da un parte de tranquilidad Hernán, quien mantiene pendiente por si necesitan de su ayuda.
Santiago y su profesor son los últimos en pasar. “Profe, métase pues que yo lo impulso”, le dice. El docente, incrédulo, ingresa a la cabina y sin que pudiera acomodarse, Santiago corre empujándola y antes de terminar el barranco salta hacia ella para emprender el viaje.
Suelta la carcajada, mientras el profesor se aferra a una de las tablas. Para Santiago ha sido el mejor viaje, volar sobre la quebrada y ver a su profe asustado. Al otro lado, Andrés, el cotidiano pasajero del “metrocable”, supervisa que su único medio de transporte llegue intacto para poder seguir viajando en él a su escuela, esa que queda a 20 pasos, pero que sin la cabina, sería casi imposible ir a estudiar.
Alejandro Calle Cardona
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