Era un viernes lluvioso, cinco de la tarde. Movimos la manija de hierro de una puerta con aspecto olvidado, igual al de la fachada amarilla desde donde colgaban plantas que resaltan en una calle plagada de bodegas y talleres. Estábamos en el “Museo del Juguete de Medellín”, ubicado en la calle Carabobo, a escasas dos cuadras de la Avenida 33. Allí, otro mundo esperaba por nosotros.
PUBLICADO 3 SEPTIEMBRE
Mágico. Así es este lugar. El Museo invita a soñar y a recordar, a volver a la infancia y a añorar esos tiempos felices en los que el juego era todo en nuestra vida. Carlos Montejo, un coleccionista de bicicletas oriundo de Bogotá, tomaba fotografías y observaba perplejo cada pieza de cada bicicleta que Rafael, el dueño de este lugar, tenía en el segundo piso de la bodega.
Colecciones de payasos, juegos didácticos, muñecas, carros, camiones, aviones, súper héroes, armas, cocinitas, loterías, mafaldas, balones, juguetes de guerra, aviones. Todos hacen parte de los más de dos mil juguetes alojados en vitrinas, debidamente inventariados y fotografiados.
La tradicional maleta de ABC, los patines de cuatro ruedas con freno en la punta, las fichas con caricaturas que venían en bolsas de mecato o de leche, el ‘toma todo’, el carro repartidor de gaseosas, el parqués y el borrador mitad rojo, mitad azul, son piezas infaltables que, por supuesto, tienen un lugar reservado.
“Esto se me volvió un problema muy grande”, dice Rafael Castaño, al referirse a su pasión por coleccionar juguetes. Él, coleccionista desde que tiene uso de razón, recuerda que las estampillas, las monedas, los billetes son algunas de las primeras cosas que empezó a recopilar.
Los juguetes vinieron después, en la década de los 80, cuando ya tenía unos 30 años: “empecé a recogerlos desprevenidamente, sin ánimo de nada. Era una época en la que no había acceso a la información como hoy. El primer juguete fue un carro de pedal que compré en una ‘quincalla’ en Guayaquil. Fue un día cualquiera, simplemente lo vi, me gustó y lo compré”.
Y el juguete más antiguo es una alcancía norteamericana, de hierro forjado de 1860. “En el siglo XIX el juego no era importante, la industria era muy limitada y el pueblo no consumía juguetes. Esta alcancía era probablemente de una familia con buenos recursos, y es una muestra de la cultura de ese país, una cultura del ahorro y del trabajo pensado para alcanzar el bienestar”.
Yo recorría, atónita, el lugar mientras el fotógrafo hacía lo suyo. Ya en el primer piso encontramos menos juguetes y más de otras cosas, quizá más asombrosas, era como un mundo dentro de otro. Dos colecciones me impactaron: la de La Guerra de las Galaxias, con muñecos que datan de hace casi 50 años y otra, de Lego. Era un paisaje completo con casas, vías, gente, árboles y carros, construidos con aquellas fichitas legendarias que muchos usamos cuando chicos para afinar nuestras capacidades motrices.
El resto del lugar era el “Taller de Objetos” de Rafael, un espacio oscuro y donde fácilmente te puedes tropezar con un juguete o parte de él, y en el que se dedica profesionalmente al diseño de arte. Tiene un poco de todo allí, máscaras, herramientas, mesas, sillas, lámparas, cámaras fotográficas, más bicicletas aunque estas con alas, dragones y más figuras mágicas sacadas de libros de aventuras y cuentos fantasiosos. Era como estar en la bodega de los Hermanos Grimm o en la cabeza de Steven Spielberg. Era recuperar las fantasías de niña.
“Esto parece una escena de volver al futuro o una historia sacada de Julio Verne”, decía emocionado el coleccionista de bicicletas mientras revisaba un sillín producido en Alemania en los años 70.
¿Coleccionista o acumulador?
“Hace unos 18 años vino mi amigo, Álvaro Delgado, al taller. Me preguntó qué sabía yo de juguetes y me invitó a su casa. Allá me enseñó unas revistas francesas sobre la industria y unas páginas web españolas. Ahí fue que empecé a conocer sobre qué y cómo debía coleccionar”, recuerda Rafael.
Don Rafa, como le dicen los recuperadores que de cuando en cuando le consiguen nuevas piezas, reconoce a metros la procedencia de un juguete, la época en la que fue construido, los materiales y las características, la clase social que lo usaba y el momento histórico en el que se popularizó. Ese conocimiento, explica él, es lo que diferencia al coleccionista del acumulador. “El coleccionista sabe lo que tiene, el acumulador no”.
Y cuando le preguntan por el valor del Museo, asegura: “de plata nunca se puede hablar. El valor del Museo es incalculable por lo que esto vale para la gente. Los sentimientos, los recuerdos y los comentarios frente a la experiencia que tienen las personas con los juguetes es lo más valioso”.
¿Y su juguete más preciado?, le pregunté. “Varios –respondió- todos los que me regala la gente, porque sé que van a querer venir a verlos en el futuro. Tengo un compromiso con todos ellos”. Por eso, uno de los planes de don Rafa es reorganizar todo el local para trasladar el Museo al primer piso y poderlo abrir al público en los próximos meses, aunque la puerta de hierro está abierta para quienes quieran conocerlo; explica que solo deben contactarlo a través de su página en Facebook (Museo del Juguete Medellín) para recorrer sin costo las galerías de juguetes, aunque un “Tío Rico” vigila atento la alcancía de propinas.
Don Rafa, o Geppetto como algunos le dicen, se sienta frente a una de las mesas de su oscuro taller, el hospital de los muñecos. Prende una lámpara que ilumina ese punto, se acomoda los lentes, retira un poco el polvo y continúa la construcción de una de las piezas que actualmente diseña, una bicicleta que simula una máquina del tiempo y que hará parte de la próxima Fiesta del Libro de Medellín.
Había llegado el momento de irnos y con cada paso la mirada trataba de abarcar la mayor cantidad de muñecos posibles nuevamente. “Ese es un dirigible de la década de 1920”, explica de inmediato Rafael, quien sigue nuestros pasos y explica la procedencia de cada pieza con tan solo notar una mirada de asombro.
La puerta se abre y la luz aparece. Atrás quedaron miles de juguetes esperando por algún esporádico visitante para recordarle que la vida es un juego de niños. Don Rafa, se despide con una sonrisa y nos pide que volvamos, quizá es como un niño que busca ansioso contar las historias de sus juguetes, la historia de su vida.
Juliana Vásquez Posada
periodicociudadsur@gmail.com
Fotos: CIUDAD SUR