Hace algunos años —pongamos veinte— los grandes vendedores de perico y marihuana, los capos o sus lavaperros, no consumían y si lo hacían procuraban mantenerlo en secreto. Los que sí fumaban a pleno aire eran los pandilleritos de turno. Yo vivía en unas casas apiñadas que están al lado del barrio Antioquia que se conocen como Piamonte y veía a los muchachos con sus grandes baretos pasar en bicicletas cromadas, llevaban en el pelo ese siete que hoy es propiedad de los loquitos biempensantes.
POR: DANIEL RIVERA MARÍN | PUBLICADO 23 ABRIL 2019
En Medellín vender marihuana y fumarla era uno de tantos oficios que no se llevan bien con la práctica; como un estudiante de literatura que escribe literatura; como un desquiciado que estudia psiquiatría —aunque son muchos los psiquiatras que terminan locos de remate—. Quizá sucedía en ese entonces que los marihuaneros no confiaban en un capo bien trabado, así como muchos hoy —extrañamente— no confían en un cocinero gordo. Un comerciante que no prueba, no sabe lo que vende.
Fumé marihuana cinco veces en toda mi vida y no me han quedado ganas de más. La primera fue a los 24 años, un 31 de diciembre con mi primo el Gordo que ya tenía suficiencia de fumador responsable, de esos que no faltan a una traba al medio día o por la mañana para aguantar el tedio del trabajo. Fue cripa del barrio Antioquia, que por esos años parecía un mito. Un solo cigarrillo valía diez mil pesos y su mayor característica era que el olor era suave, no se pegaba a la ropa, lo que tenía dos beneficios: despistaba policías a la hora del humo y ahuyentaba las sospechas de las madres, porque la mayor preocupación de un fumador de marihuana clase media de Medellín, de familia católica, conservadora —uribista como Dios manda— es que la madre se entere de que su hijo —también conservador— fuma bareta.
La cripa fue la revolución: ya no había que rascar hierba porque venía sin semillas, además estaba el olor y todos pensaban que trababa más, pero la cripa solo fue la consolidación de una nueva marihuana mala por las calles de la ciudad. Mantener una afición escondida —hacerlo metido en una cuneta, en la terraza de la casa de un amigo, hacerlo a toda prisa en un parque— no permite un goce pleno, como esas pajas que se hacía uno cuando la mamá estaba a punto de llegar a la casa. Pero en el caso de Medellín también está ese mito que dice: la droga se hace aquí pero se vende afuera: como repitiendo con solapadez: solo tengo un negocio, pero no me enveneno.
Un profesor de la Universidad de Antioquia, fumador hace décadas, jardinero con sus veinte matas de marihuana hace catorce años, buscador de genéticas de cannabis hace once, me habla bajo anonimato. Lo contacté en un cruce de números que hacemos los periodistas con otros periodistas y que suelen terminar en charlas de cafetería con la grabadora escondida en algún bolsillo. Hablamos de varios puntos que ya sabíamos: la marihuana que entra a Medellín viene del Cauca —Silvia, Corinto y Piendamó— y sólo un hombre de la “Oficina” es el dueño del gran mercado, se encarga de que cada dos días entren a la ciudad dos o tres toneladas de yerba —lo que se fuman en ese tiempo—, el resto es humo, pago de sobornos a policías, caletas en grandes tractomulas.
La cripa nació hace unos años con la llegada de algunos gringos al Cauca, que encontraron cultivos extensos protegidos por las comunidades indígenas que mantenían los sembradíos en sus territorios ancestrales. Encontraron machos y hembras de cannabis esparcidos sin ningún cuidado que se demoraban siete meses para estar a punto de cosecha, lo que finalmente llegaba a Medellín como marihuana regular, cultivada sin ningún esmero, como rastrajo de campo abierto. Los gringos vieron un negocio, arrasaron con las sativas y sembraron semillas extranjeras con el argumento de que la marihuana más costosa era la que no traía semilla. Una libra pasó de valer diez mil a cien mil pesos en tan solo meses.
—Esas genéticas tienen una floración más corta, cuatro meses, eso rompió con todo. Empezaron a cultivar con complemento lumínico en invernaderos. Esos bombillos los prenden desde las seis de la tarde hasta las doce de la noche, eso es una idea de españoles, y empieza a salir el moño sin semilla y el bareto se subió en ese momento de mil a diez mil pesos. Pero también se jodió, todo porque esa marihuana sin semilla, cuando se seca, es muy propensa al hongo, un hongo que se llama fumagina o el hongo negro, y que surge por el contacto con el plástico. Cuando a la marihuana la empiezan a meter en bolsas para prensarla y traerla, automáticamente les da ese hongo, por eso huelen igual, un marihuanero le reconoce la cripa por un olor particular, pero el olor es por el hongo. Ese hongo corta con la calidad de la marihuana, con los tricomas, que es lo que traba, y ese hongo es el que produce las ganas de dormir, lo que los pone en estado de lentitud. Y la cripa es cualquier cosa, hay gente que trata de decir que es una genética, no sé qué, pero es una palabra cualquiera para la marihuana que no tiene semillas.
El profesor habla como explicando teorías y mejor poner sus palabras tal cual. Mientras habla se rasca los brazos con insistencia. Dice que produce semillas y que prefirió cultivar su propia bareta para no ponerse en riesgo por comprar marihuana, y entonces lo que comprobó cuando cultivó sus primeros moños fue que el sabor era diferente, mejor, y que la traba no lo tiraba a la cama como un aparato inservible.
Hace unos años en una terreza de Buenos Aires conocí a un hombre descamisado, en pantaloneta y chanclas, que cultivaba unas quince matas de marihuana a las que les decía niñas y mantenía bajo el calor de las luces de neón. Después de varios tratamientos de rutina en los que usó fertilizantes y aguas de colores, armó un bareto con un moño que tenía guardado desde hacía tiempo, le dimos unas caladas y sentí un sabor a mango inundándome la boca y de pronto extrañé esas veces en que acompañaba al gordo a trabarse en la Villa de Aburrá, y quise que el también tuviera su jardín, que se convirtiera en un jardinero.
FOTO: JOSÉ ISAZA @JOSEAIH