Primeros pasos en prisión


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / septiembre 2, 2015

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Después de la hora de sol, viene el tiempo del amor. De ese amor que es natural, que nace de las entrañas y que vuelve a cualquier mujer una fiera. Lina Restrepo se organiza como si fuera la cita más importante de su vida. Revisa cuál de los enterizos no ha usado recientemente, se aplica solo un poco de crema para peinar en el cabello, para que le rinda, se delinea las cejas y pone su mejor sonrisa. Una mujer abre la reja y entra Samuel que corre y la abraza. Lina lo levanta, lo besa, lo mima como si no lo hubiese visto desde hace tiempo.

Son las cuatro de la tarde. El paisaje es una secuencia de muros grises, barras azules, con mesas y sillas de metal. Un paisaje decorado con sombras que provocan las luces blancas ahorradoras. Pero a Lina no le importa. Su mundo se reduce y se extiende al mismo tiempo a Samuel. Ella dice que está tocado por un ángel porque se le hacen unos hoyitos en la mejilla cada que sonríe. Tiene los ojos grandes y curiosos de cualquier niño de casi tres años. Ambos se tiran al piso, igual de gris a los muros. Juegan, se arrastran… “Samuel es la razón de mi vida. Por él quiero salir de aquí”, dice Lina.

Lo mismo siente Marta*. Guadalupe es su motivación. Es su segunda hija. No llega a su primer año y le ha enseñado tanto de la vida que solo ansía estar en su hogar para compartir más tiempo con ella.

“Guadalupe es producto del amor. Fue muy deseada. Mientras el día que yo esperaba a mi pareja para darle la noticia de mi embarazo, ese mismo día a él lo estaban enterrando en otro país. Por eso, Guadalupe es mi fuerza”. Marta parece desplomarse por dentro cuando recuerda ese momento. Aprieta las manos, frunce el entrecejo, pero no deja salir sus lágrimas.

“Yo sé que voy a salir rápido de aquí. Estoy a punto de cumplir mi pena. Ahora solo tengo que trabajar por mi hija mayor y por esta pequeñita. Si tengo que vender empanadas o buñuelos, no me importa. Pero las voy a sacar adelante”, dice Marta, otra vez con las manos apretadas y la voz entrecortada.

Es que ella, al igual que, Lina comparten el patio siete de la cárcel El Pedregal de Medellín, el de medidas especiales, en el que se permite un trato diferencial a las internas. Allí actualmente, hay seis mujeres gestantes y diez más, literalmente, viven con sus hijos.

 

EL JARDÍN

Leidy Lopera es una interna de 23 años. Al igual que una de sus compañeras y una profesora son las encargadas de atender a los diez menores que pasan el día en la guardería. Entre las tres cumplen con alimentar a los niños cada día, además de enseñarles cosas básicas como reconocer los colores, los animales y su entorno.

“Ellos aprenden jugando y yo aprendo de ellos, me gusta cuidarlos. Yo soy Auxiliar en odontología, pero con el tiempo que llevo aquí en el jardín me he enamorado de los niños. Incluso mis compañeras dicen que soy como la segunda mamá para ellos y eso me hace feliz”, dice Leidy mientras le lava las manos a uno de los pequeños, que se prepara para su media mañana.

Las tres mujeres pasan el día entre risas, juegos, llanto ocasional, caricias y paciencia. Porque este jardín se convierte en un oasis de color entre la realidad gris, aletargada y amurallada que representa la vida en prisión.

Sin embargo, en algunos momentos, niños como Samuel parecen tener conciencia de su situación. “A él no le gusta estar encerrado. Cuando ve que la guardia cierra la celda, él empieza a decir que le duele la barriga, que lo lleven al médico. Y  yo sé que es una forma de mostrar que no le gustan las rejas”, expresa Lina.

“Para que los niños estén aquí, debe haber un consentimiento de la madres, por solicitud de ellas. Por eso siempre los acompañamos con un equipo sicosocial”, afirma Liliana María Vélez, directora de la cárcel El Pedregal.

Para Jennifer Gómez, encargada del jardín infantil del penal, este espacio garantiza varios derechos a los menores. “Ellos acceden a salud, alimentación y educación. Muchos de ellos, por su entorno, ni siquiera podrían acceder a ninguno de esos derechos. Para mí el problema es lo que viene después de que cumplen la edad reglamentaria para estar aquí.”

La vida en prisión madre – hijo recién nacido es posible por la Ley 65 de 1993. “Esto permite la estadía del menor en un jardín infantil ubicado al interior de la cárcel hasta que cumpla tres años. Éste es un período fundamental para el desarrollo de un ser humano”, según  Luz Janeth Forero,  directora regional Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. 

Destaca además que el modelo de atención de madres gestantes en la cárcel El Pedregal, es un ejemplo para Colombia y funciona gracias a un convenio tripartito entre el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, el ICBF y la Alcaldía de Medellín por medio del programa Buen Comienzo. Este convenio es operado por la Fundación Palabra Pan y Pez, encargada de verificar que se cumplan los derechos de los menores y de las internas.

Hablarle de los tres años que cumplirá su hijo, es sinónimo de dolor para Lina. “El único consuelo que tengo es las cartas que le estoy escribiendo y que le va a entregar mi hermana porque se irá para la casa de ella, en el Bajo Cauca. Yo sé que él se va a adaptar”, dice.

Ella se desmorona. En pocos días lo dejará de ver a diario, para verlo cada 60 días, si acaso. Su esperanza de terminar de pagar los 9 años por concierto para delinquir, está puesta en un traslado para una cárcel más cercana al que será el  nuevo hogar de su hijo. Lina se entristece al pensar en la distancia que habrá entre ellos.

Según la ley, cuando los menores cumplen tres años, entran a un proceso de restablecimiento de derechos. Su padre, abuelos, o tíos deben hacerse cargo de él. En ocasiones, este cambio los desconecta de sus madres.

“Nosotros tratamos de mantener el vínculo madre e hijo que consideramos fundamental, pero cuando los niños salen del jardín, a veces les perdemos el rastro”, dice Luz Janeth Forero,  directora regional del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.

Samuel saldrá del jardín infantil y a Lina solo le resta paciencia para lograr su traslado a una cárcel del Bajo Cauca antioqueño. Ella le teme al tiempo, a ver  pasar los días entre rejas, porque después de la partida de su hijo, ya no será igual la espera de la hora de sol.

 

Cifras

Registros del Inpec muestran que ya en 2013 la población carcelaria femenina en Colombia llegó a 8.500, un crecimiento de 329% respecto a las 2 mil que había en 1990 y con un nivel de hacinamiento 30% mayor que en el caso de los reclusos hombres. Adicionalmente, cerca del 60% de las internas están entre 21 y 35 años, es decir en la etapa de mayor fertilidad.

 

Juliana Zuluaga

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