2190 personas han sido asesinadas en Medellín desde el 1 de enero de 2016, cuando se posesionó la actual alcaldía de Federico Gutiérrez. Aunque las autoridades aseguran que en su mayoría son producto de la lucha entre combos criminales, en esta guerra caen inocentes que son vendidos como victimarios. Lo cierto es que todos son víctimas.
POR DANIEL RIVERA | 30 AGOSTO 2019
Se llamaban Jaime Andrés Manco, Andrés Felipe Vélez y Santiago Urrego, tenían veintitrés, veintiuno y dieciocho años. Fueron asesinados el 18 de septiembre de 2018, después de haber sido secuestrados en Belencito Corazón, el barrio de la Comuna 13, adonde había llegado por invitación de Manco, que iba a recoger una ropa en casa de su madre. Cuando ella lo vio le dijo que se fuera rápido, que lo iban a matar. Manco se montó en el taxi en el que lo esperaban sus amigos, habían prometido regresar pronto a Belén las Violetas, donde vivían, pues querían ver la telenovela “El señor de los cielos”.
Pocas cuadras después, un grupo de muchachos detuvo el taxi en el que se movían, los bajaron y les anunciaron que estaban detenidos. Vélez los increpó: “Parceros, si me van a matar, me matan aquí”. Como si piedras, no escucharon. Los obligaron a caminar por calles estrechas, los amarraron y los golpearon hasta llevarlos a una casa abandonada en El Morro, donde los esperaban con licor y algunas drogas duras. Los pandilleros querían engañarlos, relajarlos, soltarles la lengua, sin embargo ya habían recibido la orden de desaparecer a los tres muchachos.
A las tres o cuatro de la mañana, los pandilleros se abalanzaron sobre Manco, Vélez y Urrego, al primero lo apuñalaron más de cuarenta veces, a los otros dos veinte veces. Los enterraron detrás de la casa y sellaron la fosa con cal y un plástico para evitar que fueran encontrados. Setenta y dos días después, el CTI halló los cuerpos gracias a un testigo que habló para obtener beneficios judiciales y la recompensa de cincuenta millones de pesos. Después de las primeras paladas, los forenses se encontraron con que Urrego tenía las manos sobre la cara, como tapándose los ojos, y Vélez un pie levantado y una mano como deteniendo el aire, como tratando de impedir que la tierra lo tapara.
2190 personas han sido asesinadas en Medellín desde el 1 de enero de 2016
Los encontraron el 30 de noviembre de 2018. Esa mañana, antes de que las noticias anunciaran el hallazgo, funcionarios de la alcaldía citaron a las madres de los muchachos a una reunión con el alcalde Federico Gutiérrez. Claudia Correa recuerda que cuando llegaron al piso once de la Alpujarra, el alcalde les anunció que habían encontrado los cuerpos, les contó la escena y les dijo que era muy probable que los muchachos esa noche estaban dispuestos a entrar a la banda La Torre, de la comuna 13, pero que los integrantes, desconfiados porque venían de un barrio enemigo, decidieron matarlos. Palabras más, palabras menos: los culpó.
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En una ciudad en la que los homicidios suben en una media de diez por ciento anual, hay que encontrar razones. La razón de Medellín son las vendettas entre bandas criminales. ¿Por qué suben los homicidios? Porque hay una criminalidad desorganizada y atomizada, frutos de los “contundentes” ataques que les “propinan” las autoridades, responde el secretario de Seguridad, Andrés Tobón. Lo mismo dice Gutiérrez. Es extraño: las capturas suben, los homicidios suben, los hurtos suben, la extorsión suben. ¿Por qué si todo sale tan bien?
Según las cifras oficiales, 660 personas fueron asesinadas en 2014, 496 en 2015, en 2016 cuando inició el periodo de la actual alcaldía la cifra subió a 544, 580 en 2017, 632 en 2018 y en hasta el 27 de agosto de este año la cifra ya iba en 437, once más que al mismo día del año anterior. La mayoría hombres y en su gran mayoría jóvenes como Andrés.
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Claudia Correa tiene 47 años y hablamos la mañana de un viernes en su casa de Belén las Violetas, la misma donde vio por última vez a su hijo.
—El día antes de que desapareció yo lo vi muy callado, hacía quince días lo habían despedido del trabajo. Habíamos tenido una entrevista de trabajo. Él me decía que estaba preocupado sin empleo. Ahí fue cuando lo cogí y le di un abrazo, lo apreté fuerte y le dije que supiera que yo lo amaba muchísimo, que se aferrara a Dios. Ya el 18, el día que desapareció, lo llamé, le dije que ya me iba a trabajar, le pregunté qué hacíamos. Vino a desayunar y le eché cantaleta porque la noche anterior me había pedido el apartamento donde estaba viviendo, lo tenía que desocupar ese mismo día, le pregunté cómo se estaba manejando y me dijo “no mija, si me toca tirarme a la calle, me tiro”. Me dejó el desayuno servido y se fue. Ese fue el último momento que hablé con él.
Un niño de no más de cuatro años sale de una habitación y Claudia cuenta desprevenida el número de puñaladas con el que encontraron a su hijo. No parpadea, no vacila, lo cuenta todo como si se tratara de un informe forense, sin embargo de cuando en cuando la voz se le desgarra, pero aprieta las manos como aferrándose a la última piedra: abajo el despeñadero. Es cristiana, asiste hace muchos años a la iglesia evangélica Comunidad Cristiana de Fe. Su hijo, dice, conocía de la palabra, y ella cree con todo su corazón que en sus últimos minutos de vida alcanzó a arrepentirse.
En su relato, corrido y sin pausas, Claudia habla de las balaceras en las noches oscuras de Belén las Violetas cuando las AUC se instalaron a principios de la década pasada. Recuerda que sus hijos la vieron más de una vez arrastrarse por el suelo, temerosa porque lo que escuchaba eran ráfagas de fusil. Sus hijos crecieron oyendo eso, temiéndole a eso. Andrés Felipe era un niño obediente, juicioso, pero cuando cumplió quince años se olvidó de todo y empezó a fumar marihuana.
—Él en algún momento dejó de estudiar. Le fue bien hasta los 15 años, después de ahí Andrés cambió totalmente, empezó en las drogas, se volvió consumidor de marihuana, para mí fue muy duro esa noticia. Me di cuenta porque un amiguito me dijo. A mí no me parecía normal que él llegara y durmiera tanto. Empecé a vigilarlo y una vez le dije que me iba a trabajar pero no me fui y vi que él no entró al colegio sino que se fue para la cancha, ya me di cuenta de que estaba consumiendo. Empecé a ayudarle, pero muy rebelde, de hecho estuvo en muchos centros de rehabilitación. Después de la marihuana vinieron otras cosas peores, y Andrés era bipolar y depresivo, fue diagnosticado en el Samein (Salud Mental Integral).
Andrés empezó a fumar marihuana cuando su padre trató de suicidarse. Hijo de padres separados, Andrés se veía con su papá todos los fines de semana y compartían la afición por Atlético Nacional. Una noche recibió la noticia de que su papá se había arrojado a un taxi, sufrió un trauma craneoencefálico que lo dejó en cama cuatro años, solo podía mover los ojos, a veces lloraba.
La depresión de Andrés se acentuó, estuvo en varios centros de rehabilitación y empezó a consumir cocaína y ruedas, pero nunca fue un delincuente. Cuando tenía diecinueve años, su padre murió y Andrés empezó a recibir una pensión de ochocientos mil pesos, sin embargo nunca dejó de trabajar. La versión del alcalde, de que Andrés y sus amigos habían ido aquella noche a la comuna 13 para ingresar a un combo es, por lo menos, improbable.
—Andrés se intentó suicidar tres veces. La primera vez se cortó las venas. Eran por ahí las ocho de la mañana y el hermano menor fue el que lo encontró, Juan José, a él le tocó muy duro con Felipe. Lo encontró en el baño ya desmayado. Llamaron a los vecinos. Yo había salido a trabajar. Él muchas veces se levantaba y lloraba y decía que no quería vivir, yo me quiero ir con mi papá, y así. Él mismo se hacía daño. Las drogas le influenciaron mucho esa bipolaridad.
Claudia siempre supo que su hijo estaba muerto. La tarde del 19 de septiembre le pareció oler el perfume de Andrés por toda la casa y al otro día rompió a llorar cuando viajaba en el metro.
—Cuando los muchachos desaparecieron nadie nos escuchaba y presionamos mucho a la Alcaldía, al principio el alcalde Federico no nos quería ayudar. Nos ignoraban. Hasta que un día nos recibió y nos preguntó que queríamos y le pedimos que lanzara una recompensa… ahí fue cuando todo empezó, al final eso nos llevó a que los encontraran.
Pese a que hay capturados, a que los cuerpos aparecieron, el caso sigue impune. No hay condenas y al parecer las versiones son contradictorias. A los pocos días de la desaparición una familia de Manco recibió una llamada anónima, le dijeron que en los muchachos estaban muertos y que la Policía estaba involucrada. Un mes antes de que encontraran los cuerpos, a Claudia le mandó un audio un policía conocido, le decía que no se preocupara, que sabía que no los habían descuartizado, que pronto iban a aparecer.
ACCIÓN COLECTIVA
La tragedia por la que atraviesa nuevamente Medellín ha llevado a varios colectivos juveniles y culturales a protestar con intervenciones artísticas para llamar la atención de las autoridades, quienes insisten en que la violencia que vive la ciudad se debe a la lucha entre y contra las bandas delincuenciales.
En julio del año anterior, el colectivo No Matarás salió a las calles para detener el tráfico en el Centro de la ciudad. Unas veinte personas, cubiertos con sábanas blancas y una etiqueta mortuoria en el pie, recrearon la escena de un levantamiento del CTI en pleno cruce de la Avenida Oriental y la Calle Ayacucho. Permanecieron 342 segundos: uno por cada persona víctima de muerte violenta que iba hasta esa fecha. En 2018 fueron asesinadas 632 personas.
Hace dos semanas, pero en la plazoleta de la Alpujarra, justamente frente a la sede de la Alcaldía, los integrantes del colectivo El Derecho a No Obedecer, realizaron una llamativa acción. Un campo santo formado con lápices representaban las 2172 personas asesinadas entre el primero de enero de 2016 y el 14 de agosto de 2019.
“Después de que en el año 2015 tuvimos la tasa de homicidios más baja de los últimos 40 años, desde el 2016 hasta hoy ha aumentado año tras año el número de asesinatos en Medellín; hasta el año 2018, la cantidad de personas asesinadas creció en un 26,6%. Hacemos un llamado a la administración pública de la ciudad, actual y entrante, para transformar el enfoque de seguridad con el que se enfrenta la criminalidad en Medellín. Lo contrario a inseguridad no es seguridad, es convivencia, y las medidas coercitivas fracasaron”, dijeron voceros del colectivo.