En el Salón Málaga reposan seis décadas de música y recuerdos


Alejandro Calle Cardona

Crónicas y reportajes / noviembre 29, 2017

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Entrar al salón Málaga en el centro de Medellín es entrar un lugar donde parece no correr el tiempo, donde la música suena igual que hace 60 años, las mesas parecen ser las mismas o por lo menos guardan el mismo estilo, las fotos también son las mismas y congelan una ciudad que ha crecido al son del tango aunque no sea un ritmo propio pero que fue adoptando como si lo fuera.

La historia de este lugar donde se mezcla el sonido de la música con las voces de la gente y choque de las botellas de cerveza, inició en 1957 cuando a don Gustavo Arteaga le llegó el rumor de que sería vendido el café Málaga que en aquel entonces estaba ubicado entre Maturín y Abejorral donde hoy está el parque San Antonio.

Encontró la mejor oportunidad de emprender su propio negocio, dejar a un lado su trabajo en el Café Cisneros y poner a sonar los discos de 78 revoluciones que coleccionaba junto con su abuelo.

Lo compró por siete mil pesos, tenía siete mesas y unas cuantas sillas viejas. Le hizo algunas adecuaciones, nada fuera de lo normal, llevó la primera rockola y allí metió la música que tenía almacenada a la espera de ser escuchada. El 30 septiembre de ese mismo año, a las diez de la mañana, abrió sus puertas la nueva administración del Málaga.

César Arteaga, hijo de Gustavo, sentado en una de las mesas centrales del ahora Salón Málaga, recuerda la primera canción que sonó. “Fue una de la orquesta Briceño y años llamada ´Sueño y dicha’: el sueño de tener su negocio que quería y la dicha de tenerlo todavía”.

A partir de allí comenzó un romance con los amantes de la música y los recueros. 580 cuadros cuentan la historia de una ciudad que creció al ritmo del tango, los boleros, los porros, pasillo, la música lírica y la cumbia. La misma que suena en las siete rockolas cada vez que alguien le echa una moneda de 200 pesos y con los cuales puede poner a sonar dos canciones.

Es sábado y el sol golpea fuerte en el Centro de Medellín. Pasa la tarde y poco a poco el Málaga se va llenando de gente, unos entran, miran curiosamente, se sientan y se toman un par de cervezas mientras observan con ojos de exploradores cada rincón del lugar como si estuviesen en un mundo aparte del que están acostumbrados en la ciudad.

Otros, como don Gabriel Atehortúa, acuden fielmente desde hace más de treinta años a la cita semanal con el tango, sus amigos, la música y por qué no, la sonrisa de las jóvenes meseras porque hasta en eso, es distinto. Aunque extraña los antiguos billares, confiesa que sin el Málaga sus tardes de sábado no serían iguales. “Me gusta todo, la música es como para nosotros los viejos, el lugar es muy bonito, nos traen muchos recuerdos y nos dan gusto en todo”, dice con la voz arrastrada gracias a las tres cervezas que tiene encima.

Ese cariño de Gabriel es el mismo que confiesan muchos por este lugar sin incluso conocerlos. Ese mismo cariño que llegó temer lo peor luego de un voraz incendio en marzo de 2016 que arrasó con una bodega vecina y que por poco deja en cenizas los acetatos y los cuadros. Algunos de sus más viejos clientes llegaron al día siguiente a mirar desde las vallas de la Policía la fachada del Málaga y con la voz entrecortada buscaban respuestas sobre su segundo hogar.

Sin embargo para César Arteaga, la construcción del metro y la guerra de narcotráfico fueron los momentos más difíciles en las seis décadas del Salón. Entre 1989 y 1990, recuerda Gustavo Arteaga, el metro de Medellín paró las obras de construcción y lo que era un proyecto se convirtió en un dolor de cabeza por el polvo, el pantano, los cierres de vías y los ladrones.

El 23 de junio de 1990, el mismo día en que la Selección Colombia fue eliminada del Mundial de Italia por Camerún, un grupo de 17 jóvenes fue asesinado a disparos en el bar Oporto en la carrera 70 a manos de sicarios encapuchados y regaron volantes advirtiendo que ningún muchacho podía estar en bares después de las cinco de la tarde.

Los bares, cantinas y Medellín se llenaron de pánico pero el Málaga también sobrevivió a ambas situaciones y ahora es un referente de toda la ciudad, al que llegan decenas de gentes de otras ciudades y países. “Nos dimos a la tarea de aportar al rescate del Centro de la ciudad porque los turistas no tenían donde tomarse un café y por eso decidimos abrir  más temprano hasta la madrugada, con un buen servicio gracias a nuestras meseras que son estudiantes de las universidades y que llegaron sin gustarles el tango pero luego se enamoran de él”, reconoce el administrador.

Pero al Málaga no solo se llega a tomar cerveza o a escuchar tango. También a cantar, a bailar, a aprender a cantar y a aprender a bailar. Cada semana llegan allí jóvenes y adultos al sótano para hacer parte de los procesos de formación, entre las que están las clases de tango y técnica vocal, de las que han salido grandes exponentes del género y ganadores de concursos nacionales.

Son las seis de la tarde y en las mesas ya no cabe más gente a la espera del primer show de tango en vivo, como cada sábado. En esas mesas hay jóvenes y también los más viejos, curiosos, expertos, cantantes y bailarines de tango, porro y músicas colombianas.

El Málaga es un lugar emocional, de encuentros, amores y desamores, donde se reúnen todas las generaciones, los padres con los hijos y los abuelos con los nietos. En el Málaga se socializa la palabra, esa de la cual poco queda. El Salón Málaga, 60 años después, sigue siendo la memoria viva de una ciudad que sigue aferrada a los recuerdos y al amor.

POR ALEJANDRO CALLE CARDONA


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