De dolor y dignidad está hecha Rigoberta Menchú


Alejandro Calle Cardona

Derechos humanos / abril 20, 2013

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Víctima de la guerra, esta mujer de la cultura K’iche, de Guatemala, se levanta como un símbolo universal de la dignidad de las mujeres, de la fuerza de los pueblos, de su solidaridad y de un espíritu dispuesto a construir la paz: por mujer, por indígena, por latinoamericana.

Cuando, en 1992, el Comité Nobel Noruego, le concedió a la guatemalteca Rigoberta Menchú Tum, el premio Nobel de Paz, un viento de dignidad corrió desde Alaska a la Patagonia, refrescando el aire para los sobrevivientes de las comunidades ancestrales: era un premio igual para los mapuches chilenos; para los inuit, de Alaska; para los zenúes, de San Andrés de Sotavento; los emberas, de Jardín o los k’iche, de Uspantán, donde ella nació.

Eran los 500 años de la llegada de los europeos a América y su mera mención fue el comienzo de una polémica. En los estados nacionales de América Latina, se celebraron los 500 años del descubrimiento. Pero, para las comunidades ancestrales precolombinas era la conmemoración del comienzo de su exterminio: a la llegada del europeo había alrededor de 13 millones de pobladores, según los cálculos del filólogo argentino Ángel Rosemblat.

El mismo cálculo señala que en Colombia había 850.000 pobladores ancestrales. Por el oidor Juan Antonio Mon y Velarde sabemos que 250.000 mil de ellos había en Antioquia y que apenas dos siglos después, en el territorio de nuestro departamento, apenas quedaban poco más de 1.500.

Los estados mestizos y europeizados no celebraron la concesión del Nobel a la Menchú, ese homenaje se le rindió, como se hizo la lucha de esa mujer: en silencio.

Menchú, nacida en 1959 e hija de padres asesinados por la represión militar de su país, representa el homenaje a esos millones que murieron desde entonces por la acción de la colonización, por la construcción de las nuevas repúblicas y para la consolidación de los proyectos nacionales.

 

Por la lucha y el dolor

Pero no llegó al lugar esclarecido que ocupa, solo por ser parte de la gran nación K’iche. Víctima del trabajo servil, vio morir en la infancia a dos de sus hermanos –uno por hambre, en los brazos de su madre, y el otro intoxicado por los pesticidas aplicados a los cafetales guatemaltecos-, creció viendo los atropellos de los terratenientes “ladinos” y huyendo del horror de la represión militar anti comunista de los años 60 y 70 del siglo pasado.

Fue testigo de cómo masacraron a su padre, líder indigenista, en una toma pacífica a la embajada española en Ciudad de Guatemala, del secuestro y desaparición de su madre y un hermano y de la masacre de otro hermano, su esposa y sus dos hijos.

Dijo, en el libro que la dio a conocer al mundo occidental, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, que aprendió castellano para poder enfrentar el poder opresivo de las clases dominantes de su país y que uno de sus grandes retos fue superar el miedo con el que tuvo que crecer.

“Tiempos eran en que no me dormía pensando cómo sería después y cómo sería si todos los indígenas nos levantáramos y les quitáramos la tierra y la cosecha y todo a los terratenientes. ¿Sería que nos matarían con armas? Hacía grandes sueños. Mis sueños no fueron vanos. Mis sueños llegaron cuando nos organizamos todos”, dice en su libro, el primero de una zaga en la cual ha ido hilvanando los años, más de 40 ya, dedicados a la lucha por la reivindicación de los derechos de los pueblos ancestrales.

Pero, no solo vio la muerte de su familia (el consuelo para su dolor, decía, era saber que no era la única huérfana, sino que compartía su suerte con el pueblo guatemalteco): vivió en el exilio la soledad más grande de todas: la soledad de la patria K’iche, que es, dice, la misma que viven todos quienes han sufrido el horror de la guerra.

Hace 20 años recibió el reconocimiento de la comunidad internacional (amén de múltiples premios y doctorados) pero siempre ha resaltado el hecho de que ella solo representa el dolor y el sufrimiento de millones de personas de América Latina todavía soñando con tiempos de respeto y dignidad. Ella, que es una mujer hecha de lágrimas y esperanza.

 

Octavio Gómez V.

periodicociudadsur@gmail.com