Ha vivido 36520 días. No tiene suficientes arrugas que puedan revelar su edad. Luce como una rozagante abuela de 80 aunque ya cumplió los 100 hace poco, precisamente el día de la Santa Cruz, el 3 de mayo. Concha Calle, católica devotísima del Espíritu Santo, siente que ha vivido muchos más, pero no está cansada ni piensa en dejar de hacerlo. Al contrario, pese a las grandes penas por las que ha pasado en este centenario, sigue creyendo que la vida es hermosa y que la suya ha sido muy bien vivida.
POR JULIANA VÁSQUEZ POSADA
Es la cuarta de 13 hijos que engendraron y criaron un par de campesinos de Montebello, en el Suroeste antioqueño. Y como muchas de las familias de esa época, siempre numerosas porque la mujer era una obra divina para la procreación, la suya fue pobre, muy pobre, aún cuando tenían su pedacito de tierra, cultivos de café y algunas cabezas de ganado. Pero fue siempre una familia unida, extraordinariamente unida, “como una unión que va más allá de lo humano y que todavía hoy no tenemos palabras para explicar”, dice Gloria, la quinta hija que Concha alcanzó a dar a luz.
Su infancia y juventud transcurrió en medio de las precariedades del campo a comienzos del siglo pasado. Su papá y sus hermanos trabajaban poniendo a producir la finca mientras que ella, junto con su mamá y sus hermanas, se encargaba de cocinar para los 15 miembros de la familia y los cinco peones.
En sus ojos verdes, que no se han apagado ni con el peso de los párpados ya caídos, mantiene la picardía con la que nació, “fui muy pretendida y tuve varios novios antes de casarme, porque a mí sí me gustaban mucho los muchachos”, dice entre risas mientras recuerda que sus caminatas de cada año en Semana Santa no eran porque disfrutaba las procesiones sino porque podía aprovechar para ver a los jóvenes del pueblo en todas las esquinas. Bendito sea Dios.
A los veintiuno conoció al amor de su vida. Estaba muy joven, pero no tanto para las costumbres campesinas. Emilio Giraldo pasaba todos los días por la finca de la familia Calle porque le quedaba de camino para ir a la suya, así conoció a la más bella de la familia, la soñadora y la berraca Concha. Dos años de amorío bastaron para que juntos decidieran que era momento de casarse, de tener su propia finca y de empezar a procrear sus hijos como Dios mandaba.
El ritual de su matrimonio fue inolvidable. Nadie se casa en un pueblo el mismo día que su hermana del alma, en la misma misa y con hombres que comparten el mismo apellido. Eso solo le pasó a Concha y a su hermana Dolly.
Y pasaron 22 años más de vida dura en el campo. Siempre tuvo claro que esa no era la vida que quería para sus hijos: “desde que me casé quise vivir en el pueblo para que mis hijos pudieran ir al colegio y tuvieran más oportunidades y apenas pudimos cambiar la finca por esta casa, nos vinimos con los ocho hijos que ya teníamos a empezar de cero”.
De eso hace ya 55 años. Su casa, grande, de esquina, está en el barrio La Gloria de Itagüí, al mismo donde muchos de sus coterráneos llegaron buscando oportunidades en la industria o huyendo de la violencia de los 80 y 90. Pero la ciudad no le ha borrado del todo ese espíritu cercano y de puertas abiertas tan propio de las familias de los pueblos, donde todos se conocen con todos.
“100 AÑOS NO SON MUCHOS”
Concha me espera en la sala de su casa, bien vestida y bien peinada. Hay café, agua, maní, parva, postres, tortas y hasta tamal para atender a la visita, porque de eso sí saben las familias en Antioquia. Están algunos de sus hijos, que llegaron desde el exterior para festejar su centenario, también unas sobrinas y otros amigos de la familia. De quella fiesta aún permanece el letrero de “Feliz Cumpleaños” en letras doradas pegada a la pared junto con el 100.
Falta su esposo, su Emilio. Falta desde hace 38 años pues la muerte lo sorprendió joven a mano de dos ladrones que le quitaron la vida en la cocina de su casa, con la frivolidad de dos tiros en la frente como represalia por resistirse al robo de unos dólares que su hijo le había mandado desde Canadá.
Emilio, callado, humilde y trabajador, como lo describe la misma Concha, nunca tuvo ‘el arranque’ de ella, pero siempre veló porque a su familia, y a la de Dolly, la cuñada con la que compartió matrimonio, no le faltara la comida en la mesa. Trabajó en construcción, cuidó carros en la noche, fue recolector de basuras y montó una pequeña tienda en la esquina de la casa. Su esposa se dedicó al hogar, a bordar en crochet los zapatos para sus hijos porque la plata no alcanzaba para comprar once pares de zapatos al mismo tiempo.
“Con su muerte me sentí perdida, yo no sabía ni comprar una libra de arroz. Emilio era el de todo aquí, pero tenía unos hijos por los qué vivir, no me podía quedar con ‘el cachete pegado a la pared’ y tuve que aprender a vivir sin él”, reconoce Concha. ¿Lo extraña mucho?, le pregunto. Me contesta que sí, que todos los días, que en los 45 años de matrimonio fueron siempre muy felices y que nunca se volvió a enamorar. Una fidelidad que por estos días solo es asunto del recuerdo.
“De vez en cuando me tomó un aguardiente en ayunas porque es muy provechoso y me mantiene aliviada”, Concha Calle.
Pero la muerte de Emilio no ha sido la única ausencia dolorosa. Si la ley de la vida es que los hijos entierren a los padres, en la familia Giraldo Calle se la han pasado por alto varias veces. Concha tuvo 14 embarazos, tres de ellos no llegaron a término y no alcanzó a conocer a sus hijos.
Luego vino la muerte de Hernán, otro de sus hijos, cuando apenas tenía 6 años, “siempre fue muy enfermito hasta que, en una de esas, se me murió”. Y en el 79, dos años antes de la tragedia de su esposo, la familia se enlutó con la muerte de Nubia, la hija y hermana adolescente de 17 años que murió ahogada en la piscina del colegio Los Salvatorianos mientras cumplía con los créditos de educación física que le faltaban para obtener su título de bachiller.
El cuadro con la foto de Nubia está colgado en una de las paredes del comedor. Era bellísima, como su mamá. Doña Concha tiene ahora el cuadro en sus manos, lo mira con ese dolor de madre que no se puede describir y después me enseña el poema que tiene en el reverso, y me cuenta que todavía hoy, a sus 100 años, le gusta declamar y cantar y bailar. Y también tomarse un aguardiente en ayunas de vez en cuando, “porque es muy provechoso y la mantiene aliviada”.
La entereza física y mental de doña Concha sorprende todos los días a su familia y a sus amigos. Los años han pasado fugaces por su memoria sin hacer estragos, se siente vital, fuerte y ha sabido hacerle frente a la hipertensión, su único problema de salud. Es la primera que se levanta, prepara el desayuno para todos, se pasea por su casa sin la mínima ayuda, porque no ha tenido que recurrir ni al bastón. Asiste a clases de gimnasia, por supuesto es la más adulta del grupo, pero no la más senil.
No hay ni un asomo de preocupación en ella por su vejez ni por el hecho de que casi todos sus hijos lleven dos y tres décadas viviendo en el exterior y ya no pueda compartir con ellos sino un par de meses al año. Sus hijos soñaban y siguen soñando con tenerla cerca los 365 días del año, probaron suerte llevándola a vivir al paraíso latino en Estados Unidos, pero a doña Concha ni la soledad, ni el idioma, ni las fuertes temperaturas de un verano en Miami le cayeron bien.
Ella no es del campo, ni es de la vida ‘americana’, ella es de su casa, en Itagüí, donde vio crecer a sus hijos, donde fue feliz con su esposo, donde espera disfrutar de la simplicidad de la vida mientras su lucidez y su cuerpo centenario se lo permitan.