Mujeres que encienden la ciudad: memorias el trabajo de una artesana
Hay días en los que Medellín parece darnos calidez sin pedirla. No es solo el calor de los buñuelos recién fritos o el aroma a natilla fresca. El calor viene de la luz: una que no cae del cielo sino de las manos. Una de esas manos, desde hace veinte años, se llama Lina Marcela Durán.
Lina es artesana de los alumbrados de EPM, una mujer que crea luz con sus manos y que creció en una familia numerosa, donde siempre faltaba algo menos el cariño, y desde allí forjó una devoción profunda por los suyos, y por el Sagrado Corazón de Jesús, a quien le atribuye la paciencia y la fuerza para cada figura que arma.
Ella recuerda con precisión la primera noche en que tocó un alumbrado por dentro. “Yo no tenía ni idea de cómo hacían los alumbrados navideños”, dice, como si aún le sorprendiera esa inocencia de la primera vez. Era el 2005 y ella empezó este trabajo por recomendación de una amiga. El primer día le dieron un caballo de metal de estructura desnuda; lo empapeló, lo enmangueró y lo vio tomar forma. “Yo no podía creer que mis manos hubieran construido algo tan bonito”, comenta orgullosa. Ese día entendió que había entrado en un oficio donde una figura de papel podría darle alegría a su vida y a una ciudad.
La Medellín que celebra este diciembre sus 350 años, y en la que EPM conmemora 70 de historia, no fuera la misma sin los hilos del trabajo de miles de personas como ella. De esas manos curtidas por el pegamento, el hilo, la técnica y una fe que parece no gastarse nunca.

En el lugar donde trabaja Lina hay montones de papel, olor a soldadura, alambres que se tensan, risas cansadas y conversaciones casi que de cualquier tema. Allí, ella es una maestra del detalle. “Cuando yo estoy empapelando, lo primero que pienso es cómo Dios nos da la sabiduría para hacer tan bellos motivos”, repite sin vergüenza de su devoción. En su espacio de trabajo, las figuras parecen esperar a ser despertadas. Ella dice que a cada una hay que “darle vida”, así, literalmente.
Lina afirma que cuando las piezas llegan al río, al puente, al parque, al barrio, algo ocurre: adquieren una realidad que ya no le pertenece solo a la artesana. “Es impresionante ver cómo la gente los mira, las expresiones en la boca, en la gesticulación, cómo lo llevamos a la realidad”, afirma, orgullosa, como quien ve crecer un hijo.
En Colombia, la navidad es un relato compartido: novenas cantadas con voz ronca, el Niño Dios en el pesebre, comidas, bebidas, risas que se mezclan con villancicos y música parrandera que uno se sabe “desde chiquito”, aunque no recuerde cuándo las aprendió. Cada diciembre suena en la radio “Faltan cinco pa’ las doce” y uno piensa en lo que se fue, en lo que no volvió, en lo que duele crecer.
Lina también siente esa nostalgia. La navidad cambia, como todo. “Cada año es mejor que el otro, si uno es agradecido” dice, pero admite que el oficio la devuelve a la magia que, por momentos, parecía irse con la infancia. Su trabajo, en cierto modo, es una resistencia luminosa contra el olvido: lo que se transforma, lo que se rompe, lo que se envejece, ella lo convierte en figura nueva.
Y mientras la ciudad se llena de luces y se repite la promesa de “Año Nuevo, Vida Nueva”, Lina sostiene algo más terrenal: la certeza de que la navidad no existe sin quienes la hacen posible.

Para Lina, los alumbrados no son solo luz: tienen un significado más profundo en su vida personal. “Fue la escapada a la pobreza”, confiesa con una honestidad que desarma. Creció en un hogar amplio donde las carencias eran muchas. Con este oficio —manual, detallado, paciente— pagó los estudios de sus hijos, llevó comida a la mesa, se convirtió en mamá forjadora de futuro. “Me ayuda a fortalecerme como persona, a saber que sí soy capaz”, explica.
Y no habla solo de ella, cada figura que hace forja cientos de posibilidades: vendedores, artistas y fotógrafos ambulantes; familias que salen a trabajar gracias al turismo; mujeres cabezas de hogar que encuentran en el taller de Alumbrado Navideño de EPM un empleo digno. “Si yo hago una figura, pueden ir a vender una oblea, pueden ir a vender un helado… todos nos apoyamos”, resume.
Los Alumbrados de EPM son belleza para la ciudad en la época decembrina y son empleo para cientos de hogares. Son historias como la de Lina, tejidas con paciencia durante todo el año para que, en diciembre, la ciudad respire hondo y recuerde que todavía puede sentirse niña.
A Lina le encanta contar la parte que casi nadie sabe: que mucha gente creyó durante años que los alumbrados venían “de Estados Unidos”. Ella se ríe. “No, esto es hecho acá en Medellín por nosotras, mujeres cabezas de familia”. Cada que la gente la escucha hablar sobre su trabajo, se forma un pequeño círculo a su alrededor. “Se quedan maravillados, me dicen: cuénteme más”. Y ella cuenta.
Hay un país que se fractura y se recompone cada año. Un país que se abraza en la calle aunque duela, que canta “El Año Viejo” mientras recuerda a quienes se fueron y brinda por quienes siguen. Los alumbrados son una pausa, un respiro colectivo.
Lina vive esa certeza cada diciembre. Para ella, la navidad es “la época más hermosa del año” porque recuerda que Cristo nace en el corazón, sí, pero también porque confirma que su trabajo —su oficio, su arte— carga con un pedacito de esa esperanza para ella y para la ciudad. “Desde mi trabajo ayudo a dignificar, a cumplir sueños y hacer objetivos en nuestra vida”, dice, y su voz tiembla, pero con firmeza.
Y así, mientras Medellín celebra sus 350 años iluminada por cientos de manos, Lina y las demás artesanas siguen allí, dándole forma a la navidad en el Distrito. Porque si algo nos enseñan los alumbrados es que la luz no aparece sola: alguien la fabrica.
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