La Estación, un concierto de sensaciones
“Bésame, bailando entre tinieblas dulcemente, dijo así: suave papá no me aprete así que quiero gozar el son”.
Vagabundos ritmos de esta salsa de Alfredo Valdez resonaban en los inmensos bafles de un evento artístico que se celebraba allí. El sol, estancado en la mitad del cielo, avisaba la cercanía con el medio día, y con el sonido de las herraduras de los cascos de algunos equinos, que amarrados de una columna en la esquina de la Locería Colombiana se atumultuaban para buscar la sombra, se recibía en el Parque del Artista a los niños que suplicaban a sus padres montarlos en unas chivas minimalistas, multicolores y de ruedas rechinantes, que empujadas por sus comerciantes le daban la vuelta a la redonda.
Al frente, en los emblemáticos y añejos bares del sector, que pertenecen al que siempre se nombrará como Parque de la Locería, departían niños, jóvenes y adultos. Los más pequeños se encontraban embelesados al mordisquear los pitillos de las bebidas que refrescaban su garganta; algunos adultos jóvenes, embriagados con las notas aromáticas y el dulzor del café de pipeta; y los antiguos, pero más feroces, quemando sus gargantas con el anisado sabor del tradicional brebaje antioqueño.
Los rincones de Caldas tienen aromas emblemáticos que dejan percibir varias esencias y este tiene unos característicos. En la mañana, apenas se abandona el último adoquín de la Calle del Comercio para entrar en intimidad con el sector, una fragancia a boñiga de caballo inunda las narices de quienes pasan por allí, la fuerza del sol la seca y el olor se torna más robusto, más sofocante, más desagradable.
En la tarde, el olor a humo de taxi y el de futas y verduras de la revueltería se mezcla con el ácido olor a orina que se percibe al pasar a ras de las tabernas, donde al mirar hacia adentro solo deja entrever, a través de largas cortinas de madera que cuelgan, los tobillos y tacones de las mujeres que se presume, esperan ansiosas para atender a los clientes.
En las noches, los puestos de comida callejera se ubican estratégicamente afuera de los bares, y dejan salir algunas esencias grasosas que se quedan pegadas al paladar y congestionan la nariz de los transeúntes y comensales, aunque a estos últimos les agrada.
Encabezando la fila de vehículos de servicio público del acopio del parque, un taxista de apellido Henao y de nombre Gildardo enfatizó que hay un evidente contraste entre el mundo de las tabernas y el ambiente familiar que se vive en el parque, pues eso permite que los niños vean algunas cosas que no deben ver. Gildardo no se mostraba muy agradado ante la interrogativa, quizá tenía su tiempo medido y el cuestionamiento cesó allí.
Tiene, este sector, una particularidad que confluye con lo que alguna vez fue la estación del ferrocarril del municipio de Caldas, una tradición que niega abandonar. En las mañanas los bares híbridos se transforman en cafeterías. El tinto matutino expele perfumes taninos que envuelven los pasajes de las aceras, a través de la entrada de los establecimientos y las mesas de los madrugadores comensales, y unos cuantos trabajadores de Corona hacen su parada, desde las cinco y media de la mañana, para mezclarle cafeína a sus cuerpos y comenzar la jornada laboral.
Esa mañana
Los establecimientos deben respetar las normas de contaminación auditiva y prohibición a la venta de alcohol en ciertos horarios, y lo hacen. Sin embargo no se niegan a subir sus puertas y dejar que la clientela ingrese, y entre chascarrillo, noticia añeja y tinto forjen relaciones y amistades que quizá tengan su cuna en las mesas de estos lugares.
Esa mañana dos patrulleros motorizados de la Policía pasaron lentamente alumbrando el camino con el color verde que los distingue. El conductor fijó su mirada hacia los bares de la Estación; el parrillero, al contrario, se fijó en las tabernas para cruzar la mirada de alguna que otra mujer, que vestidas de colores llamativos y minifaldas para noche de gala hicieron ojitos que los convocaban a entrar.
Esos operativos en las últimas semanas han aumentado, en la mañana, tarde y en el noche. Llegan policías, funcionarios de todas las dependencias de la alcaldía a verificar si cumplen o no las normas, si hay personas indocumentadas, trago adulterado o explotación sexual e infantil.
Aristiel Gutiérrez, alguien a quien según él no le dan trabajo en ninguna parte por viejo, es dueño de una microempresa prestadora de servicios de transporte didáctico infantil, es decir: tiene dos motos y dos carros de pedal que alquila por vueltas a los niños en el parque.
Cuenta, ante ese contraste al que Gildardo se refería, que al sector de los bares y tabernas va la gente de la vida alegre, bebedora y parrandera, y que se ve algún alegato y bobadita por ahí. Ante estos hechos confirmaba que la Policía hacía constantemente presencia en esos lados y que no se presentaban mayores hechos, mientras ellos estaban.
Mágicamente el Parque de la Locería exhibe su personalidad, aromas, colores y paisajes cotidianos que a muchos convoca y a otros alienta a migrar a diferentes lugares del municipio porque su colorido y sonoridad no es de su agrado.
Ora el emblema de la cultura de los parques pueblerinos de Colombia, que en ocasiones se ven plagados por los visitantes más concurrentes y numerosos, las palomas.
Por: Eddie Vélez Benjumea