Es un mundo de hombres. Brusco, sucio, agreste, gris. En este barrio de Medellín circulan y habitan a diario cerca de dos mil personas en talleres, empresas, tiendas y casas, como si se tratara de una gran empresa del sector automotriz, la más grande de la ciudad. Allí, un puñado de mujeres se codean con los mecánicos más viejos con sus brazos fuertes y engrasados, pero con su sonrisa siempre coqueta.
POR ALEJANDRO CALLE CARDONA
El bullicio es propio de este sector del centro de Medellín ubicado entre la Alpujarra, el edificio Inteligente de EPM, la sede del Sena y el río Medellín. Desde las cantinas y bares salen las melodías de Darío Gómez y el Charrito Negro, mientras que en los extravagantes carros más nuevos y engallados se escucha el retumbante bajo del reguetón. Y como si fuera poco, pareciera que allí el sol calentara más.
Las calles del barrio Sagrado Corazón son negras, por el pavimento y la grasa que las llantas de los carros arrastran desde los talleres. El hollín ha hecho de las suyas y ya se ven las huellas: la fachada de la iglesia ya tiene un color naranja renegrido que acentúa los tonos naturales del adobe y al Cristo que poco le queda de blanco. En la acera están los costureros, cuatro hombres que con sus viejas máquinas de coser pasan a la carrera el plástico con el que forman las carpas que cubren las volquetas, haciéndole el quite a la aguja para que no se clave nuevamente en alguno de sus dedos.
Uno de ellos es Detney Castaño. Poco pelo en su cabeza pero mucho en su pecho blanco del que cuelgan dos camándulas, en su brazo derecho tiene tatuado un león con tinta borrosa. Hace 22 años llegó al barrio para dedicarse a este oficio que aprendió solo, aunque le costó un par uñas. “Mire, esa hijueputa aguja no perdona”, dice mientras muestra su mano y una uña mocha. También sonríe y deja ver que le faltan varios dientes, pero no le importa. Toma su cerveza, bebe un sorbo y sigue pedaleando su máquina Singer negra.
Apto para mujeres
“This is man´s world”, dice la canción de James Brown. Si el Padrino del Soul hubiese pisado las calles de Barrio Triste seguro habría sacado una nueva versión de su éxito mundial. Las mujeres allí parecieran estar relegadas a cocinar y vender empandas, arepas y chorizos; a atender los bares y cafeterías; o simplemente a esperar a que sus esposos terminen de arreglar el motor de un carro para cobrar la factura.
Pero no son todas. Debajo de una camioneta Toyota se deja ver una de ellas. Es morena, joven, delgada. Tiene el cabello recogido y las manos negras. Su pinta de trabajo está compuesta de sudadera negra y unos crocs rosados que, a diferencia de las botas negras platineras de sus compañeros, no la protegerían si le cae un martillo o un mofle en sus pies. Primero el glamour.
Es Lina Hernández, tiene 27 años y desde hace cuatro trabaja como mecánica en el taller de Édison Montes, a quien todos llaman “muelas”. Édison es su pareja y el padre de Evelyn, la hija de ambos, una pequeña de 7 años que corre en medio de los carros con su cara engrasada porque juega también a ser mecánica, como su mamá. Ambos tratan de cambiar la suspensión de la camioneta tirados en el piso ardiente, mientras que Edith Grisales, una mujer mucho mayor que ella, les pasa el destornillador y las llaves que le piden.
Edith es la ex esposa de “muelas”, pero los tres trabajan como si no pasara nada ni hay una historia que contar. “Somos personas maduras, no hay razón para pelear y aquí estamos es trabajando”, dice Lina sin inmutarse, mientras se limpia la cara con la manga del buzo. Luego mira para verificar en dónde está su pequeña hija y se mete otra vez debajo del carro cuando la ve en la glorieta, el mismo lugar donde varios de los mecánicos se fuman un cigarrillo de marihuana mientras aparece otro cliente.
Grita desesperada porque no logra terminar el trabajo, que es lo que más le importa. Triste, muestra sus uñas llenas de grasa y asegura que desde que trabaja en mecánica no se las volvió a arreglar como antes. “¿Para qué?”, pregunta y vuelve a sonreír, y agrega que “antes tampoco es que me las arreglara mucho”. Ser mecánica automotriz es un oficio que parece robarle la alegría.
Pasando la calle está “la Mona”. Blanca Cano tiene 39 años y lleva 14 como mecánica experta en reparar suspensiones, luego de que se aburriera de atender una cafetería en el mismo sector. También le dicen “doña Gloria” por sus groserías, pero la respetan por su gran trabajo. Muchos de sus compañeros aseguran que es la mejor en lo que hace y ella no se esfuerza en negarlo. Tiene cinco hijos y llegó a Barrio Triste porque le tocó, dice, “para sacar a mis hijos adelante”.
La mona es bajita, sus brazos son fuertes, más que los de su joven y desgarbado ayudante. Fue la primera mujer en atreverse a ser mecánica y lo sufrió. No fue fácil abrirse camino en este mundo dominado por hombres. Tuvo que aguantar los piropos de todos sus colegas sin importar que el jefe fuera su pareja. “Me gritaban de todo, hasta que estaba buena para que se los chupara. Fue muy duro, pero me tuve que llenar de carácter para aguantar y hacerme respetar. Ahora ya nadie dice nada y todos trabajamos bien”, dice mientras se toma un agua de aloe vera.
Blanca, Lina y Edith son solo tres de las más de diez mujeres que viven debajo de los chasises de cientos de carros que se parquean en las amplias calles de este sector para ser reparados. Aquí, en Barrio Triste, pasan al menos diez horas del día, de lunes a sábado, para demostrar que ningún oficio es un mundo creado exclusivamente para los hombres.
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